Sólo la echo de menos a Ella, porque en la montaña se necesita muy poquito, casi nada; dicen que el agua es lo único imprescindible, aunque para ser sincero yo bebo bastante poco. Pero ¡si!, yo la echo de menos casi desde el primer día que salgo de casa y me alejo de sus brazos y sus abrazos. Tengo que reconocer que jamás seré un buen budista o un exitoso seguidor de los libros de auto-ayuda que machaconamente repiten que la única forma efectiva de conseguir la autentica felicidad es el desapego, elevarse a ese estado iluminado en el que no necesites nada. Hoy a mis 46 años bien andados tengo que reconocer que no alcanzaré ni pretendo alcanzar ese estado, es que en el monte después de varias semanas caminando por los lugares más hermosos y recónditos de este planeta tengo la liberadora sensación de que una vez cubiertas mis necesidades alimentarias y de abrigo no necesito absolutamente nada más, bueno... quizá un libro, la música de Johnny Cash, y poco más. Pero tras este conciliador sentimiento entre hombre y naturaleza, ahí está, un hambre profunda, hermosa, que persiste, sobrevive a todo, convive con todo, está en todo: es mi hambre de Ella, mi necesidad de Ella, mi amor por Ella. Esa mujer que acompaña mi caminar inquieto ya hace más de siete años y cuyo oculto propósito, yo lo sé, es ayudarme a ser una mejor persona.
Hoy descubro valles, picos y crestas de vértigo en esos países que imaginé que visitaría cuando era un chavito, tomo el té con gente humilde que me invita a su cocina, juego con sus hijos, le sonrió a las mozuelas, duermo en una tienda bajo un manto de estrellas cruzado por la vía láctea, me despiertan los alaridos de una mula... Tengo que gritarlo, porque lo siento en lo mas hondo de mi: ¡Aaaaah, que suerte la mía!. Esta naturaleza gloriosa y todos aquellos que han compartido y comparten mi camino hacen de mi vida una aventura constante, una celebración callada y sincera de la inmensa suerte de estar vivo.
Tras más de diez años dedicado a buscar en las montañas las respuestas que no pude resolver a pie de calle en la cotidianidad de una vida, poco a poco he ido descubriendo que no son sólo las montañas, sino las personas con las que las compartes lo que las hace grandes, inolvidables, especiales e inseparables de esos seres que viven o conviven con ellas.
En mi caso, esa gente, a la que agradeceré siempre que hayan abierto sus casas y sus vidas a este españolito curioso, son todos aquellos generosos y humildes anfitriones y anfitrionas que me han mostrado con abrumadora sencillez otra manera de entender el mundo, otra manera de caminar por él y otra manera de compartir aquello que no solamente es su única riqueza sino también su único sustento.
Hoy mi principal motivación han dejado de ser las cumbres pétreas de cualquier cordillera. Hoy tengo la hermosa necesidad de Ella, la impresionante explosión de vida y belleza de todo lo que me rodea cuando camino por cualquier sendero y la fortuna inestimable de compartir mi camino con tanta gente a la que admiro, respeto y de la cual aprendo tantísimo cada día. Soy un hombre afortunado porque cuando estoy allá afuera tengo todo lo que 'necesito'.
José m Molina.
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